Al convertirnos en padres, procuramos siempre satisfacer todas las necesidades básicas de nuestros hijos, como su alimentación, su seguridad y educación. Sin embargo, en muchas ocasiones olvidamos un factor muy importante que impacta en el desarrollo emocional de los niños y en su bienestar en el futuro: educar en el afecto.
La afectividad se describe como la necesidad que tenemos los seres humanos de establecer lazos con otras personas, pues somos seres sociales por naturaleza. Desde el momento en que nacemos creamos este tipo de lazos con nuestra familia, y más adelante nos vemos inmersos en una sociedad que nos obliga a relacionarnos unos con otros. Los niños al nacer, lo hacen desprotegidos; por ello, la naturaleza dota del instinto maternal y paternal, a partir del cual se creará el primer vínculo afectivo: el apego. Gracias al apego, el niño aprenderá a querer, a besar, a acariciar, a reconocer sus sentimientos y los de los demás para poder expresarlos sin titubeos; a superar los fracasos sin que éstos lleguen a afectar su estabilidad emocional.
Por lo tanto, educar en el afecto, supone hacer a los niños conscientes de sus sensaciones afectivas; de poner nombre a esas emociones, de entender nuestros vínculos y relaciones más íntimas, de saber cómo nos afectan y de ser capaces de recibir ese afecto sin miedo. Se basa además, en educar para no depender del cariño de alguien, sino para desarrollar afecto a los demás y al mismo tiempo tenerlo hacia nosotros mismos, que es uno de los principales propósitos. Además les ayudará en un futuro a mantener relaciones de confianza, seguridad y respeto con los demás. El afecto también influye en el concepto de sí mismo, aquel que el niño se forma acerca de las demás personas y del medio ambiente, lo que le brindará la capacidad de adaptarse a la vida.
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