ni la privanza de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña, ni la sucesión de tu vida situándose en palabras o acallamiento serán favor tan persuasivo de ideas como el mirar tu sueño implicado en la vigilia de mis ávidos brazos. Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño, quieta y resplandeciente como una dicha en la selección del recuerdo, me darás esa orilla de tu vida que tú misma no tienes, Arrojado a la quietud divisaré esa playa última de tu ser y te veré por vez primera quizás como Dios ha de verte, desbaratada la ficción del Tiempo sin el amor, sin mí que aún ahora es tu espejo: cada mañana habré de reconstruirla. Desde que te alejaste, cuántos lugares se han tornado vanos y sin sentido, iguales a luces en el día. Tardes que fueron nicho de tu imagen, músicas en que siempre me aguardabas, palabras de aquel tiempo, yo tendré que quebrarlas con mis manos. ¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada? Tu ausencia me rodea el mar al que se hunde. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de los muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. |
Obras de Jorge Luis Borges | Jorge Luis Borges
Los grandes mensajeros del amor