Habría que empezar, me parece, por la falta de compromiso. Me refiero al compromiso mantenido a lo largo de los años y que implica que mi pareja es siempre lo más importante en mi vida: más que los hijos, que mi familia de origen, mi trabajo, mis amigos y mis gustos. Los hijos, la familia, el trabajo y todo lo demás deben ocupar el lugar que les corresponde en la escala de valores, un importantísimo lugar en el caso de los hijos y el trabajo. Ocurren muchas discusiones en las parejas que aparentemente se refieren a que el otro me limita y quiere alejarme de mis amigos, de mis salidas o mis diversiones. Muchas veces, en el fondo el verdadero problema no está en que vayas o no con tus cuates, sino en el tiempo que no me dedicas a mí. Dice un marido: << No comprenden que tengo muchas presiones en el trabajo y que me relaja ver televisión>>. Y es cierto, pero también la esposa necesita un lugar en la vida del marido. Como dice una señora: << Me gustaría ser televisión para que mi marido note que existo>>. Se trata de un compromiso con el otro y con su proyecto de vida. Un mutuo apoyo en el logro de las metas personales y un estar ahí en la vida en común. La falta de compromiso se refleja con frecuencia en la ausencia del cónyuge en asuntos que atañen a los dos, cómo la formación de los hijos, el mantenimiento de la casa, la construcción de un patrimonio cultural, el manejo del dinero, los quehaceres domésticos, la proyección de la familia en la comunidad… La falta de intimidad crea una frustración constante, un sentimiento de estar solo, sin apoyo ante la vida y de haber sido traicionado.
Paralelo a este compromiso con el otro y con la relación matrimonial, está el compromiso con uno mismo. Cuando alguno de los esposos o ambos dejan de vivir su propia vida para vivir a través del cónyuge y/o de los hijos, se va creando una insatisfacción personal que puede derivar en resentimiento. Cada uno debe realizar su propia vocación, tener un sentido para su vida, utilizar sus talentos, crecer como ser humano; todo esto sin perder de vista la vida en común, el compromiso con la familia. Lograr este equilibrio es difícil, es un constante revisar, valorar, organizar, optar… Y para conseguirlo se necesita la participación de los dos. Es en este punto donde muchas mujeres se sienten defraudadas. Todavía pesa mucho la idea de que el lugar de las mujeres es su casa, y cuando una mujer decide retomar sus estudios, trabajar fuera de casa o tener otro tipo de actividades, con frecuencia se topa con la oposición abierta o encubierta de su esposo, es decir, con su falta de apoyo. Y se provoca una separación entre los cónyuges. También puede ocurrir que sea el esposo quien siente la falta de apoyo y las presiones en contra de su desarrollo personal. Por supuesto, buscar el propio desarrollo sin tomar en cuenta la vida familiar y sin darle a cada aspecto de la vida el lugar que le corresponde -por ejemplo, trabajar tanto que no haya tiempo para convivir con el cónyuge y los hijos- también daña la relación matrimonial.
Otro factor que destruye a los matrimonios es la falta de intimidad. La intimidad está hecha de muchas cosas: confianza, respeto, lealtad, sinceridad… Significa poder comunicarse profundamente, respecto a los temas personales. Significa saber que el otro me va a escuchar sin juzgarme y que me va a aceptar tal cual soy. Los esposos tienen que ser también amigos. Sentir cariño uno por el otro. Cuando falta la intimidad los cónyuges se van alejando. Se pierde el vínculo interno que los mantenía unidos, esa conexión que los llevó un día a decidir compartir sus vidas. Se mantiene el vínculo del sacramento y el del matrimonio civil, pero los esposos pueden llegar a ser dos extraños compartiendo una casa y unos hijos. En todo esto, por supuesto, juega un papel importantísimo no sólo la falta de comunicación, sino también los errores en la comunicación. El lenguaje es poderoso y con él podemos lastimar y destruir no a la persona sino a la relación que teníamos con ella. Paralela a la necesidad de intimidad está la necesidad de independencia. Cada cónyuge necesita un espacio personal, tiempo para sí mismo, amigos propios y respeto a su privacidad. Ser pareja significa estar lo suficientemente cerca como para tener un vínculo estrecho, pero lo suficientemente separados como para seguir siendo personas libres. Cuando esto no ocurre, los cónyuges se sienten invadidos, censurados, ahogados, presionados. Y un buen día pueden hartarse. Mejor sería defender el propio espacio, marcar los límites necesarios a la sana convivencia.
Los problemas sexuales son otro punto crucial. Es un tema delicado. Por todos lados nos invaden los mensajes sexuales, pero pocas veces se habla del asunto con profundidad y seriedad. Los esposos no son la excepción. En muchas ocasiones los problemas que tienen es este aspecto no se mencionan. Los cónyuges se resignan y aceptan lo que tienen, pensando tal vez que no es importante. Pero sí lo es. Dios lo planeó así. La sexualidad involucra a los esposos uno con el otro de una manera única, profunda, peculiar… los convierte en únicos el uno para el otro. Es la llama que alimenta el fuego del hogar. Sin ella, muchos matrimonios se deshacen. La sexualidad es mucho más que el acto sexual. Es algo que involucra a toda la persona y a toda la relación conyugal y se manifiesta en los gestos, la mirada, las caricias, los besos, la atracción… Es un constante: eres mi esposo, eres mi esposa, te amo. Me parece que todos los demás factores que llevan a un matrimonio al fracaso pueden ubicarse en estos grandes temas. Pero no hay que olvidar que cada caso es diferente, cada pareja tiene sus propias características, su propia historia y sus propios retos. Autor: Psicóloga Yusi Cervantes Leyzaola. Escribe para el periódico "El Observador". Dirección: Reforma 48, apartado 49, Santiago de Querétaro, Qro., C.P. 76000; Tel. partícular: 228-02-16. Citas al 215-67-68. |